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La que se escapa

Todo pasa. También lo bueno. También lo malo

11/07/2025 Piort

Todo pasa. También lo bueno. También lo malo. Pero hay una manera de que no se nos vaya todo: estar. Mirar. Respirar. Vivir de verdad.

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Uno no se da cuenta del tiempo hasta que ya ha pasado. Como esas nubes que cruzan las montañas del Tiétar en verano, dejando una sombra que apenas se percibe pero que, cuando te das la vuelta, ya ha cambiado el color del día. El tiempo se escapa como el agua entre los dedos, y sin embargo lo único que tenemos es esto: este rato, esta luz, esta conversación.

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Vivimos con la ilusión de que mañana será igual que hoy. Pero nunca lo es. Y lo sabemos. Y aun así, corremos. Saltamos de una tarea a otra, de una pantalla a otra, de un pensamiento a otro, como si vivir fuera una especie de maratón sin meta. Y en ese salto, se nos va lo más valioso: el instante. El ahora. Lo único real.

Nunca nadie ha vivido un momento inolvidable mirando una pantalla de móvil. Nadie ha sentido que su vida se ensanchaba mientras hacía scroll. Los grandes momentos llegan cuando estamos con el cuerpo y el alma en el mismo sitio. Mirando un cielo. Escuchando a alguien de verdad. Dejándonos abrazar. Dejándonos aburrir.

Sí, aburrir. Esa palabra que parece un pecado en estos tiempos de estímulo constante. Pero qué útil es el aburrimiento, qué fértil. Cuántas veces una idea nace justo cuando ya no hay nada que hacer. Cuántos niños no descubren su imaginación hasta que se les acaban las distracciones. Aburrirse es también estar. Estar con uno mismo, sin huir.

Tal vez por eso los mejores ratos suceden sin que nos demos cuenta. Una conversación en un banco. Un café que se alarga. Un paseo sin destino. El sol entrando por una ventana mientras uno lee o simplemente no hace nada. El tiempo, cuando se saborea, se ensancha.

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Y sin embargo, hay algo que acecha. Llevamos años entrando y saliendo de crisis: económicas, sanitarias, bélicas. Ahora hay una guerra que vuelve a poner sombras en Europa. Hay miedo, incertidumbre, ruido. Y aun así, lo mejor que podemos hacer es vivir. No ignorar, pero tampoco dejar que nos paralicen. No dejar de mirar el mundo con ternura.

Porque vivir bien no es hacer grandes cosas. Es estar donde estás. Es poner la atención donde toca. Es sacar lo mejor de nosotros, también cuando lo de fuera está revuelto. Es cuidar. Escuchar. Cocinar para alguien. Arreglar una verja. Sembrar tomates. Reír con los amigos aunque duelan los titulares. Esos pequeños gestos cotidianos son resistencia y son sentido.

Aquí, en este valle, lo sabemos sin que nadie lo diga. Lo sabemos cuando abrimos la ventana y vemos la luz sobre los olivos. Cuando en la plaza alguien se detiene a hablar con tiempo. Cuando el panadero nos guarda ese pan de siempre, porque sí. Lo sabemos porque en los pueblos el tiempo no se llena: se habita.

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Y claro que hay días en los que cuesta. Claro que hay tardes largas, mañanas pesadas, incertidumbres que duelen. Pero justo por eso conviene estar. Porque no hay vida plena si no estamos presentes en ella. Porque lo único que se nos escapa es lo que no vivimos de verdad.

Tal vez no podamos controlar lo que pasa. Pero sí podemos decidir cómo lo miramos. Y a veces, basta con levantar la vista. De la pantalla, de la prisa, del miedo. Y mirar alrededor. Y respirar. Y recordar que estamos vivos.

Eso, y nada más, ya es muchísimo.

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