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La cooperación no es una utopía, es la base de la vida misma.
09/04/2025 PiotrLo que nos salva
En el Alto Tiétar, lo que nos sostiene no es la riqueza ni la razón. Es la voluntad de entendernos y cuidarnos, incluso cuando pensamos distinto.
A veces una idea aparece como una corrección de rumbo. En 1902, cuando aún resonaban los ecos de Darwin, un libro vino a decir que tal vez habíamos entendido mal el viaje. Que no es la fuerza lo que nos salva, sino la compañía. Se titulaba El apoyo mutuo, y proponía algo radical por su sencillez: que hemos sobrevivido, como especie, sobre todo porque nos ayudamos.
El autor observó la naturaleza y las comunidades humanas desde Siberia hasta Europa, y documentó lo que hoy confirman decenas de estudios académicos: que la cooperación no es una debilidad moral, sino una estrategia grabada en nuestros huesos. Un acuerdo silencioso que dice: si tú caes, yo te sostengo, y así seguimos los dos. Manadas que se defienden unidas, aves que vuelan en formación para ahorrar energía, hormigas, lobos… Los humanos somos evolutivamente una especie super social, y de las más altruistas además. Vivir en común nos es tan natural como respirar.
Pienso en esto cada vez que camino por los pueblos del Alto Tiétar. Porque aquí, donde la sierra se deja caer en los valles como una promesa antigua, sabemos —aunque a veces lo olvidemos— que el futuro no se construye a solas. Que nadie puede levantar un pueblo con los brazos cruzados. Que si una escuela abre o cierra, si una huerta prospera o se abandona, si un joven vuelve o se va… todo depende, en parte, de lo que hagamos juntos.
Y sin embargo, qué fácil se nos cuela la cizaña. Qué pronto saltan los resentimientos. Son naturales los roces e incluso las pequeñas guerras frías entre vecinos, las murmuraciones que no construyen nada, los silencios que aíslan. Pero el enconamiento al que estamos llegando es absurdo. A veces parece que preferimos querer odiar algo que tener pueblo. Como si pensar distinto fuera una ofensa personal. Como si llevar otra idea fuera una traición. La mitad de todo eso se arreglaría si dejáramos de emborracharnos cada noche con noticieros que siembran cizaña como quien riega una planta venenosa: sin pensar, pero a diario.
La verdad es que ningún valle crece a base de trincheras. Y si la historia nos enseña algo es esto: que los pueblos que sobreviven no son los más ricos ni los más homogéneos, sino los más capaces de entenderse. Aquellos donde las diferencias no se convierten en muros, sino en manos tendidas.
Un estudio de la Universidad de Harvard sobre resiliencia comunitaria en zonas rurales mostró que la clave para resistir la despoblación no está solo en las infraestructuras o las inversiones externas. Está, sobre todo, en el tejido social: en la densidad de vínculos entre vecinos, en la capacidad de resolver conflictos de forma colaborativa, en la confianza mutua. Dicho de otro modo: el que tiene buen vecindario, tiene medio pueblo ganado.
Y eso no es cosa de magia. Es cosa de actitud. De voluntad. De ese gesto casi invisible de saludar primero, de invitar al que llega, de no desconfiar tanto del que piensa distinto. Porque a lo mejor el de la casa de enfrente no vota como tú, pero también quiere que la farmacia no cierre. Y a lo mejor no te cae del todo bien, pero su nieta va al colegio con la tuya. Y en un lugar pequeño, eso basta.
No es ingenuidad. Es sentido común rural. Es mirar la historia del Alto Tiétar con ojos abiertos y ver que todo lo que hemos logrado —los mercados que aún se celebran, las fiestas que aún resisten, las cosechas que aún se recogen— ha sido porque hubo vecindad. Porque hubo apoyo mutuo.
También lo vemos en los ejemplos más documentados: estudios sobre cooperativismo en zonas de montaña del sur de Europa, informes sobre redes de ayuda intergeneracional en comunidades envejecidas. Siempre se repite lo mismo: los lugares que prosperan son los que se organizan, los que no dejan que el “cada uno a lo suyo” se convierta en regla.
Y esto, que parece tan obvio, se nos olvida. Tal vez porque la cultura contemporánea nos empuja a vivir como islas. A competir incluso por lo que debería compartirse. A pensar que quien gana es quien acumula, cuando en realidad gana quien permanece.
La comarca del Alto Tiétar no necesita milagros. Necesita reencuentro. Volver a mirarnos sin sospecha. Necesita que cada cual baje un poco el volumen de su ego para oír mejor al otro. Necesita recordar que somos tribu, y que los pueblos que no cultivan la convivencia, acaban por quedarse vacíos aunque no falte el pan.
Tal vez el libro El apoyo mutuo no nos diga nada nuevo, pero sí algo que olvidamos con facilidad: que el “nosotros” no es una consigna política ni un eslogan sentimental. Es una herramienta de supervivencia. Es lo que ha sostenido la vida desde que comenzó. Y es, tal vez, la única esperanza verdadera que aún nos queda para sostener este valle.
Piotr
Vecino que aún cree en la fuerza del “nosotros”
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