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PIEDAD (Relato)

10/11/2025 Alfonso Manzanares

Piedad_Alfonso Manzanares 2

Mi madre no fue mi madre. Quizá por las cicatrices que marcó en su ánimo el haber sido una niña
de la guerra abandonada por su propia madre, o por mi natural carácter recio y extrovertido, no lo
sé, yo tomé su lugar cuando hubo que arremangarse y hacer frente a los problemas en los que
ella se ahogaba.

Mi verdadera madre fue mi tía Elia, la hermana de mi padre, mi Tita. Tercera de cinco hijos, quiso
el destino que rige el secreto orden de las familias que fuera la elegida para “vestir santos” en la
suya. Huérfana de padre de muy temprano, con hermanos que dejaron el nido como pájaros
espantados en todas direcciones por los disparos, ella cuidó a su madre con dedicación
irrenunciable y alegría altanera hasta que “la abuelita” murió, ya mayor. Mucho tiempo de
cuidados, mucha vida arrestada para mi Tita.


Así que cuando yo me abrí paso a este mundo, y mi madre descompuesta por el enorme
esfuerzo, y la espalda en retirada de mi padre rechazando el haber engendrado una segunda
niña, la que estuvo allí para cogerme, mi primer asiento de manos, brazos y corazón, fue ella.


- Nadie te quiere. Bien. Entonces tú eres para mi.


La hija que nunca tuvo y nunca tendría, le cayó del cielo, grande, fuerte, de piel luminosa, bullente
de vida, yo. Y ella me sostuvo.


Con ella aprendí que la fortaleza de espíritu es lo que inspira respeto en los demás y en una
misma. Fueron muchos los años de confianza mutua, de respaldo cuando lo necesité. Ella me
enseñó a ser valiente. Valiente para afrontar las responsabilidades cuando tocaba pero también
valiente para disfrutar de la vida sin avergonzarme de nada. Ni de los desprecios de mi padre –
nunca llegarás a nada, hija mía, no tienes ni el físico ni la inteligencia que hacen falta – ni de las
demandas pesimistas de mi madre, para la que todo lo que venía de mí era motivo de crítica, de
desatención o de desprecio – cómo vas a salir así, pareces una cualquiera – sin ser consciente
que así intentaba disipar sus temores infantiles como el ahogado se agarra a su salvador e intenta
arrastrarlo consigo al fondo oscuro de las aguas.


Mi Tita Elia era todo lo contrario, solar como su nombre, irradiaba su luz sincera y fuerte sobre mi.
Siempre apoyándome – venga Anita, píntate una rayita en el ojo y a divertirte – me animaba antes
de salir con el grupo de amigos. Estar con ella, lejos de casa de mis padres, era tener permiso
para ser yo, para vivir mi vida sintiéndome orgullosa. Con ella aprendí a ver la belleza en las cosas
sencillas y en mí misma.


Cuando se fue acercando su momento se resistió con uñas y dientes, con palabras y ademanes.
Se volvió más arisca, su buen humor de antaño naufragó junto a su cordura.
Como todos los que se acercan demorados al último tránsito, empezó a desprenderse de lo que
nadie puede llevarse más allá de esta encarnación. Su cuerpo encogió y se hizo menudo, incluso
su sentido del orden y lo correcto quedó menguado aceptando personas y situaciones como
nunca antes lo habría hecho. Su claridad mental se oscureció, pero en los momentos en los que
mi Tita emergía de ese mar negro y furioso de su voluntad contravenida - no pienso morirme, no
quiero - volvía a conocerme, y me pedía, como una niña chica que reclamara una promesa hecha
desde el corazón - cógeme Anita, cógeme. Y yo, mi corazón en deuda por su amor inextinguible,
la acogía en mi alda y la arropaba entre mis brazos, le regalaba mi calor y mi fuerza y mis
palabras de paz para el viaje.


Ahora que mi tiempo se hace escaso, tengo la certeza de que cuando yo le pida, agotada ya de
tanta vida, cógeme Tita, ella vendrá sin tardar un instante y me sostendrá con sus alas de gasa y
la luminosidad altanera de su sonrisa.

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