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El eco de las raíces

El folk regresa

09/12/2025 Piotr

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Cuando tantas cosas parecen separarnos, cantar y bailar en corro nos recuerda que somos brotes nacidos de una misma raíz, del mismo latido antiguo.
Durante décadas, la globalización se extendió como una marea luminosa. Trajo avances, comunicación instantánea, promesas de neón. Pero mientras tanto algo se fue desdibujando: las voces antiguas, los cantos que dormían en las cocinas, los bailes que hacían temblar los suelos de las fiestas de nuestros abuelos. El pasado, la raíz, se volvió un paisaje borroso, casi mudo, como si lo miráramos a través de un cristal empañado.

Ahora, en un mundo saturado de estímulos, empezamos a sentir el hueco. Nos preguntamos de dónde venimos; qué canciones cantaban nuestras abuelas mientras amasaban el pan; qué bailes acompañaban a nuestros mayores; de qué se reían, qué temores arrastraban, cómo se miraban cuando ninguna pantalla interrumpía la vida.

Quizá el renacer del folk —aquí, en el valle, y en toda Europa— sea una respuesta a esas preguntas esenciales. Este regreso a lo ancestral no llega por capricho: llega tras un exceso. Hemos vivido tan entregados a la modernidad, tan fascinados con lo nuevo, que ahora comprendemos que no queremos caer en la trampa de creer que todo lo anterior era torpe o atrasado. No hay mayor arrogancia que imaginar que todos nuestros ancestros eran ingenuos y nosotros los primeros lúcidos de la historia. Mucho antes que nosotros, ellos encontraron formas de celebrar, de sanar, de reír, de convivir con la tierra y despedir al invierno.

El folk regresa porque necesitamos respirar.

Y lo asombroso es que este renacimiento no se parece a nada de lo que ocurre en otros ámbitos. Vivimos un tiempo lleno de trincheras: amistades rotas por la política, familias divididas por opiniones, redes sociales que parecen empeñadas en crear guerras civiles. Cada tendencia es un campo de batalla. Cada conversación, un riesgo.

Sin embargo, el folk une a gentes muy distintas. Bajo el mismo ritmo se encuentran jóvenes y mayores, urbanos y rurales, quienes nunca votarían igual o ni siquiera comparten los mismos noticieros. Todos alrededor del mismo tambor, del mismo deseo de pertenecer, del mismo canto antiguo —con letras viejas o recién nacidas; porque el folk, antes que nada, es vida y cambio—. En las fiestas de máscaras por toda Europa, en los festivales rurales, en los talleres que llenan locales y plazas, está ocurriendo un fenómeno a contracorriente: el regreso al folk es, paradójicamente, un movimiento antisistema porque crea comunidad.

Quizá porque la raíz es anterior a cualquier ideología.

También para muchas personas recién llegadas —nuestros nuevos europeos— el folk es un hogar inesperado. Ellos tampoco nacen del reguetón ni del algoritmo: muchos traen consigo tradiciones tan antiguas como las nuestras, y reconocen en nuestra música un eco propio. Cuando aparecen gaitas, tambores, máscaras, voces polifónicas, se abre un espacio donde todos saben que son bienvenidos, incluso sin compartir idioma.

El resurgir del folk no es una idealización ingenua del pasado, ni una resurrección literal de lo que ya fue. Tampoco es un reciclaje caprichoso que lo devuelva invertido o domesticado. Es, más bien, un respiro. Un paréntesis en medio de tanta efervescencia, crisis e incertidumbre. Una manera de mirarnos al espejo y preguntar: ¿quién era yo antes de todo esto?
Y también: ¿quién quiero ser cuando pase el ruido?

Porque nadie avanza sin saber de dónde viene. Y en un tiempo en el que las pantallas pretenden pastorearnos a golpe de urgencia, miedo y polarización, regresar a la raíz es un acto de libertad. Un recordatorio de que la identidad no vive en un servidor remoto, sino en la memoria, en el territorio, en los gestos que se repiten desde hace siglos.

Quizá por eso, lo que vuelve no es el pasado.
Lo que vuelve es nuestra capacidad de escucharlo.

Piotr

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