
Defensa, promoción e investigación del patrimonio del valle del Tiétar
El incendio olía a pino agonizante y a las mil muertes de Rebeca.
Su traje Nomex estaba fundido a la piel en algunas partes, pero el implante en su clavícula ya zumbaba, preparándose para retroceder otra vez. Cinco minutos. Siempre cinco malditos minutos.
El primer salto: salvó al ciervo atrapado en las zarzas (olvidó el nombre de su perro).
El tercer salto: empujó al compañero fuera del camino al caer las rocas (borró el sabor de su primer beso).
Ahora, en su noveno—¿o décimo?—regreso, las llamas dibujaban patrones que casi reconocía. Como las venas del mapa topográfico que había colgado en su remolque. ¿Dónde estaba su remolque?
—¡Rebe, flanco izquierdo! —vociferó alguien.
Pero ella ya corría hacia el barranco, hacia donde algo—un instinto más profundo que la memoria—la arrastraba. El aire era una sopa de ceniza; respiraba a través de un pañuelo que olía a lavanda. ¿De quién era ese olor?
Entre los árboles carbonizados, una figura se retorcía: otro bombero, su casco agrietado revelando ojos desorbitados.
—¡No te muevas! —gritó, pero las palabras le sonaron ajenas.
Cuando lo tocó, el implante estalló en su pecho como una semilla de fuego.
Click.
5:17 AM. El helicóptero de carga vibraba bajo sus botas. Rebeca miró sus manos: cicatrices de quemaduras que no recordaba, una foto rasgada en el bolsillo. Dos mujeres abrazadas frente a un bosque saludable. ¿Quién...?
—¡Caída de rayos en el sector Sierra! —rugió la radio.
Esta vez, al saltar, no llevaba el hacha pulaski. Solo el implante, caliente como un carbón vivo, y la certeza de que cada árbol que salvaba era una memoria menos de sí misma.
Hay incendios que no se apagan solo con agua, también con lo que queda de ti.
J.L. Camuñas
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